El primero es, quizá, uno de los más obvios: es importante conocerse a uno mismo y establecer objetivos de inversión. No siempre actuamos de forma lógica, ni en la vida ni en las finanzas. De hecho, hay toda una ciencia que estudia el grado de racionalidad o irracionalidad de nuestras decisiones en lo que respecta al dinero: las finanzas conductuales (o behavioral finance, como se denomina en inglés). Según esta disciplina, nuestro cerebro es la culminación de un proceso de desarrollo que ha durado miles de años. En consecuencia, aún hoy tendemos a mostrar patrones de conducta de la Edad de Piedra: vemos lo que queremos ver y, como resultado, a veces excluimos alternativas mejores. Tendemos a “seguir a la manada”, tenemos más miedo a perder que alegría por ganar y a veces actuamos impulsados por estados de ánimo que nos llevan del pánico a la avaricia, y viceversa. Es importante tener conciencia de estos patrones y establecer unas metas de inversión a corto, medio y largo plazo.
El segundo hábito consiste en tomar decisiones que ayuden a preservar nuestro poder adquisitivo, en vez de buscar seguridad. Tememos las fluctuaciones de los mercados, pero no nos damos cuenta de que, escogiendo ciertas alternativas de inversión, ni siquiera conseguimos mitigar el efecto negativo que tiene la inflación en nuestra cartera. Así, no correr ningún riesgo es a veces el mayor de los riesgos al que nos exponemos.
El tercer hábito es tener en cuenta que invertir en activos con mayor perfil de riesgo reporta mayores rentabilidades, sobre todo si observamos el largo plazo. Así, el mercado monetario es el que menor prima de riesgo ofrece, seguido por este orden de los bonos soberanos, los bonos corporativos, las acciones de empresas de gran capitalización y las de empresas de pequeño y mediano tamaño. Además, el factor geográfico también influye: los bonos y acciones de países emergentes suelen ofrecer mayor prima de riesgo que los de economías como la estadounidense o la británica.