En los años 50 los accidentes en automóviles y en aviones alcanzaron cifras muy altas y preocupantes. En consecuencia, los fabricantes de estos tipos de medios de transporte decidieron profundizar en el estudio y análisis de cómo los impactos a diferentes velocidades afectaban al cuerpo humano.
Para ello, utilizaron voluntarios y para pruebas más peligrosas recurrieron a otros métodos. Para entonces, no quedaba otra alternativa que hacer pruebas de choque y resistencia con distintos animales como cerdos, monos y perros. Incluso, llegaron a usar cadáveres dejando caer sobre ellos bolsas de acero o haciéndolos caer en huecos de ascensores.
Lo habitual era utilizar cadáveres de personas que superaban los 70 años, por lo que los resultados no eran del todo válidos. Además, surgió la cuestión ética y todo esto dio paso a la profesionalización de los ensayos empleando muñecos que se parecían más a la realidad de los conductores.